Jerusalén (Ciudad Nueva)

La parte nueva de Jerusalén, la ciudad judía, resulta ser un agradable conjunto de barrios pegados a la Ciudad Vieja, todos con aspecto muy similar a zonas modernas de ensanche y periferia, según casos, de cualquier ciudad española.

Hay calles y avenidas anchas y bien pavimentadas, y rincones con placitas donde sentarse en terrazas de pequeños bares. Cerca del hotel hay un mercado popular, con puestos de frutas y verduras rodeándolo, al modo como son los mercados de barrio en España. Algunos años más tarde, un mediodía veré en las noticias de la televisión ese mismo mercado, destrozado por la explosión de una bomba terrorista; la mercancía de los puestos de venta exterior quedó reventada y desparramada por la acera, entre grandes manchas de sangre humana

También hay una zona comercial peatonal, la calle Ben Yehuda, que recuerda poderosamente al Portal de l’Angel de Barcelona. Un agradable paseo con bares, pizzerias, heladerías y tiendas de souvenirs y artesanía. Sorprende ver por la calle a algunos críos vestidos de soldados del ejército israelí, armados con la réplica en plástico de una metralleta reglamentaria: son hijos de turistas judíos norteamericanos, cuyos padres les compran el uniforme infantil en algunos comercios de esta misma calle.

Paseando por la avenida General Allenby, no lejos de la puerta de Jaffa, ocurre un pequeño incidente que me aclara muchas cosas acerca de la sociedad israelí. Estoy parado en la acera, esperando a que el semáforo se ponga verde, cuando a mi derecha se para un señor mayor, un judío ultraortodoxo con la vestimenta típica. El hombre me mira, y sonriendo me pregunta algo en hebreo; le contesto en inglés que no entiendo hebreo y como al parecer él no entiende inglés, se disculpa con gestos sonriendo y los dos nos ponemos a mirar al frente esperando a que se abra el semáforo. De repente a mi izquierda se detiene una muchacha, alta y guapa. Es judía (su nariz es inconfundible), y no tiene más de veinte años. Viste un top cortísimo, casi un bikini, y unos shorts que apenas le cubren el trasero; lleva gorra de beisbol y va subida sobre unos patines: en suma, su aspecto es del más puro estilo californiano. La chica laica y el anciano ultraortodoxo se miran un instante, y un chispazo de odio surge entre ellos como un rayo abrasador. Por suerte se abre por fin el semáforo, y cruzo la calle apretando el paso.

Al anochecer, al final de Ben Yehuda un grupo de chicos y chicas tontea mientras acuerdan a adónde ir; cerca de ellos hay una patrulla militar formada por chicos y chicas no mucho mayores que estos despreocupados adolescentes. Por fin el grupo decide qué hacer y echan a andar, pero una muchacha olvida su mochila; inmediatamente un soldado corre hacia la despistada, y a grandes voces la obliga a regresar a por ella. Y es que una mochila olvidada puede vomitar de pronto todo el infierno.

Los soldados son amables y serios con los extranjeros. Sin dificultad responden a cualquier orientación que se les pida sobre una dirección, por ejemplo. Están por todas partes.

La parte nueva de Jerusalén, la ciudad judía, resulta ser un agradable conjunto de barrios pegados a la Ciudad Vieja, todos con aspecto muy similar a zonas modernas de ensanche y periferia, según casos, de cualquier ciudad española.

Hay calles y avenidas anchas y bien pavimentadas, y rincones con placitas donde sentarse en terrazas de pequeños bares. Cerca del hotel hay un mercado popular, con puestos de frutas y verduras rodeándolo, al modo como son los mercados de barrio en España. Algunos años más tarde, un mediodía veré en las noticias de la televisión ese mismo mercado, destrozado por la explosión de una bomba terrorista; la mercancía de los puestos de venta exterior quedó reventada y desparramada por la acera, entre grandes manchas de sangre humana.

También hay una zona comercial peatonal, la calle Ben Yehuda, que recuerda poderosamente al Portal de l’Angel de Barcelona. Un agradable paseo con bares, pizzerias, heladerías y tiendas de souvenirs y artesanía. Sorprende ver por la calle a algunos críos vestidos de soldados del ejército israelí, armados con la réplica en plástico de una metralleta reglamentaria: son hijos de turistas judíos norteamericanos, cuyos padres les compran el uniforme infantil en algunos comercios de esta misma calle.

Paseando por la avenida General Allenby, no lejos de la puerta de Jaffa, ocurre un pequeño incidente que me aclara muchas cosas acerca de la sociedad israelí. Estoy parado en la acera, esperando a que el semáforo se ponga verde, cuando a mi derecha se para un señor mayor, un judío ultraortodoxo con la vestimenta típica. El hombre me mira, y sonriendo me pregunta algo en hebreo; le contesto en inglés que no entiendo hebreo y como al parecer él no entiende inglés, se disculpa con gestos sonriendo y los dos nos ponemos a mirar al frente esperando a que se abra el semáforo. De repente a mi izquierda se detiene una muchacha, alta y guapa. Es judía (su nariz es inconfundible), y no tiene más de veinte años. Viste un top cortísimo, casi un bikini, y unos shorts que apenas le cubren el trasero; lleva gorra de beisbol y va subida sobre unos patines: en suma, su aspecto es del más puro estilo californiano. La chica laica y el anciano ultraortodoxo se miran un instante, y un chispazo de odio surge entre ellos como un rayo abrasador. Por suerte se abre por fin el semáforo, y cruzo la calle apretando el paso.

Al anochecer, al final de Ben Yehuda un grupo de chicos y chicas tontea mientras acuerdan a adónde ir; cerca de ellos hay una patrulla militar formada por chicos y chicas no mucho mayores que estos despreocupados adolescentes. Por fin el grupo decide qué hacer y echan a andar, pero una muchacha olvida su mochila; inmediatamente un soldado corre hacia la despistada, y a grandes voces la obliga a regresar a por ella. Y es que una mochila olvidada puede vomitar de pronto todo el infierno.

Los soldados son amables y serios con los extranjeros. Sin dificultad responden a cualquier orientación que se les pida sobre una dirección, por ejemplo. Están por todas partes.

Aquí es prácticamente imposible que le roben a uno: los cajeros automáticos están en la calle, sin protección ninguna, y los comercios tiene todos las puertas abiertas. La amenaza no son los rateros.

Cerca de la puerta de Jaffa hay una calle estrecha, con discotecas, bares y pequeños cafés-restaurantes a ambos lados de la vía. Israelíes y turistas ocupamos las terrazas a la caída de la tarde, cuando refresca. Una tarde veo a un muchacho caminar solo hacia las terrazas, casi de frente hacia mí: limpio, bien peinado, impecablemente vestido con su polo Lacoste, sus jeans Levis y sus mocasines negros, el chico podría pasar por cualquier turista europeo del sur dispuesto a salir de noche; solo sus facciones marcadamente árabes delatan que es palestino. Cuando el joven está atravesando la calle, un grupo de soldados corre hacia él y le rodean, agarrándolo violentamente; el chico se resiste, y se pone a gritar en inglés (obviamente para que los extranjeros le entendamos) que él tiene derecho a estar allí, que es una persona como cualquier otra y que quiere sentarse en un bar. Finalmente entre tres o cuatro soldados logran derribarlo e inmovilizarlo en el suelo. Un silencio espeso e incómodo substituye las conversaciones; todos nos sentimos incómodos y algo avergonzados observando la escena, pero nadie dice nada.

Lo curioso es que el chico haya podido llegar hasta aquí. Con seguridad, ha salido de la Ciudad Vieja atravesando la muralla por la puerta de Jaffa y caminado quizá doscientos metros, y por tanto ha tenido que cruzarse con al menos otras dos patrullas de soldados que hay entre las terrazas y la muralla.

Por la noche pienso en todas estas cosas mientras tomo algunas cervezas en Underground. En el nivel superior de la discoteca hay una pantalla de video gigante, y de vez en cuando ponen partidos de fútbol y vídeos musicales. En lo que respecta al futbol, me llamó la atención ya en Tel Aviv ver a niños judíos israelíes con camisetas del Real Madrid, en tanto en los Territorios Ocupados vi algunos jóvenes palestinos con camisetas del FC Barcelona; no quisiera sacar conclusiones político-antropológicas, pero ahora lamento no haber preguntado a alguno de estos seguidores el por qué de su adhesión a uno u otro equipo.

En la pantalla se ve ahora el vídeo de “Sunday, bloody sunday”, de U2. Las imágenes de aquel terrible Domingo de Pascua de 1972 en el Ulster casi llenan toda la pared del fondo. Poco a poco las conversaciones y las risas van extinguiéndose, y hacia la mitad del vídeo todos los presentes –clientes, camareros y seguridad- miramos en silencio esa especie de documental sobre la brutalidad y la estupidez humanas. Es como si de repente se hubiera esfumado la alegre inconsciencia noctámbula, y el mundo real que nos rodea -un mundo hecho de tiros, bombas y detenciones arbitrarias-, nos obligara a mirarle su feo rostro.

Dos días más tarde, ya en el aeropuerto, un jovencísimo oficial de seguridad israelí me somete a un largo y crudo interrogatorio en castellano, uno de esos interrogatorios que te hacen sentir culpable sin haber hecho nada. Cuando finaliza y me dice que puedo ir a facturar mi equipaje, el policía me mira y se despide con una frase que quiere ser conciliadora: “¿Sabe? tenemos miedo de que alguien suba a ese avión con una bomba”, dice. Sólo se me ocurre contestarle que el primer interesado en que no haya una bomba en el avión soy yo, que he de subir a él.

Ya en casa, repasando mis notas, pienso que a pesar de todo llegará el día en que viajar a Israel y a Palestina dejará de suponer tener que afrontar ese riesgo. Será la señal de que el mal sueño ha terminado para todos.

 

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