Situado también en las afueras de Jerusalén, el Museo del Libro es una moderna construcción rematada por una cubierta que semeja un platillo volante o la tapa de una enorme sopera, blanca y redonda. Nos dicen que ese extraño techo está diseñado de modo que, en caso de necesidad, descendería sobre el edificio y convertiría a éste en una especie de búnker inexpugnable.
Lo que contiene el Museo del Libro justifica esas precauciones. En sus vitrinas –que según nos dicen apenas muestran una pequeña parte de los fondos del museo-, se exponen manuscritos antiquísimos, conservados y pacientemente estudiados por especialistas israelíes. Vemos allí algunos de los famosos pergaminos del Mar Muerto -descubiertos por un pastorcillo árabe poco después de la independencia de Israel-, que desvelan toda una tradición religiosa y cultural anterior a Jesús de Nazareth, en la que al parecer se inspiró el propio Jesús para elaborar su doctrina.
Seguramente los manuscritos del Museo del Libro pueden explicar muchas cosas sobre los orígenes del cristianismo. Se dice que la inmensa mayoría de ellos no han sido traducidos, pero de vez en cuando el gobierno israelí difunde algunos de estos documentos, y por lo general el conocimiento de los textos no suele ser del agrado de la Iglesia católica. Tal vez en realidad no se quieran dar a conocer en su totalidad, pues probablemente algunos de estos textos podrían, sencillamente, desestabilizar la Iglesia Católica y las otras confesiones cristianas, al revelar cúales son los fundamentos auténticos sobre los que levantó esa religión.
Cerca de Jerusalén, hacia el sur, la aridez del paisaje anuncia la cercanía de las grandes soledades. El desierto de Judea es la antesala del Neguev. Es ésta una tierra pedregosa donde predominan los colores ocres y amarillentos, el polvo omnipresente y una luz solar cegadora, y en la que los únicos que parecen sentirse a gusto son los beduinos, antaño pastores nómadas y hoy establecidos de modo más o menos permanente no lejos de la gran ciudad, aunque siempre dentro de su desierto.
A pesar de todos los cambios habidos, que naturalmente han terminado por afectarles también a ellos, los beduinos siguen conservando buena parte de su estilo tradicional de vida; los clanes siguen reuniéndose en pequeños grupos de tiendas, a menudo al borde de una carretera asfaltada, y por entre las tiendas pululan niños y cabras. Un fuerte olor lo impregna todo, y la limpieza no parece ocupar un lugar importante en las preocupaciones cotidianas de estas gentes.
Cerca del grupo de tiendas que avistamos desde la carretera se divisa la grifería de un pozo que surte de agua al campamento, algo impensable hace apenas una generación.
Llegamos al pie de la meseta donde se ubica la fortaleza de Massada. La subida se hace en una cabina suspendida en el vacío. Las vistas desde la cesta son impresionantes: el desierto, que visto a ras de tierra parece solo un pedregal estéril, contemplado desde esta altura alcanza una grandiosidad que conmueve.
Desde la estación donde finaliza el teleférico hasta la cima hay que subir un tramo de escalones que corta el resuello. El sol está alto y la temperatura sobrepasa con holgura los cuarenta grados, tal como nos advirtieron antes de la excursión. Una norteamericana de otro grupo tiene que ser evacuada en ambulancia tras sufrir un infarto.rco de las legiones romanas. Bien mirado, no es tan extraño que unos centenares de hombres decididos y bien pertrechados pudieran resistir aquí mucho tiempo a un ejército entero; las paredes cortadas a pico de
a meseta caen como verdaderos acantilados, y trepar por ellas siendo hostigado desde arriba es una garantía de muerte. El asalto de las tropas romanas, acostumbradas a maniobrar en terreno llano, fue ineficaz durante años hasta que el hambre y el desgaste físico y psíquico de los sitiados facilitó la conquista.
Para muchos judíos de hoy, Massada es un símbolo de su voluntad de seguir siendo. Más que el escenario en piedra de una vieja batalla, Massada es sobre todo una especie de deuda del presente con el pasado, un compromiso con una identidad grupal que se quiere inmune al paso de los siglos y a la sucesión de catástrofes que ha conllevado.
Abajo, rodeando la meseta, se ven grupos de marcas alineadas en tierra; cada grupo dibuja el perímetro y la disposición interior de uno de los varios campamentos romanos que sitiaban la fortaleza. Impresiona distinguir claramente desde aquí la típica disposición de éstos, geométrica y precisa como toda la civilización romana.
Dejamos Massada y bajamos hacia el Mar Muerto. El nombre de “mar” resulta ciertamente exagerado para la sábana líquida, tersa y refulgente bajo el sol, que se ofrece a nuestros ojos mientras trotamos ladera abajo, hasta alcanzar la orilla situada por debajo del nivel del mar real más próximo, el Mediterráneo. En realidad, este es el punto más bajo de la superficie terrestre y uno de los lugares más extraños del planeta.
Bajo las aguas dicen que están sumergidas varias ciudades antiguas. Entre ellas, las bíblicas de Sodoma y Gomorra, famosas por la manera alegre y despreocupada en que sus habitantes vivían, y también por ser poco menos que centro del movimiento gay de la época; de creer al Antiguo Testamento, estas dos ciudades habrían sido antecesoras directas del San Francisco del siglo XX .
En realidad el Mar Muerto es un lago de regulares proporciones, en el que existe la mayor concentración salina del mundo. El paraje que lo rodea es realmente extraño, pelado y reseco, sofocante por el calor y el fuerte olor salino. Aquí y allá hay alguna gente bañándose en las aguas, tan cargadas de sales que los
Situado también en las afueras de Jerusalén, el Museo del Libro es una moderna construcción rematada por una cubierta que semeja un platillo volante o la tapa de una enorme sopera, blanca y redonda. Nos dicen que ese extraño techo está diseñado de modo que, en caso de necesidad, descendería sobre el edificio y convertiría a éste en una especie de búnker inexpugnable.
Lo que contiene el Museo del Libro justifica esas precauciones. En sus vitrinas –que según nos dicen apenas muestran una pequeña parte de los fondos del museo-, se exponen manuscritos antiquísimos, conservados y pacientemente estudiados por especialistas israelíes. Vemos allí algunos de los famosos pergaminos del Mar Muerto -descubiertos por un pastorcillo árabe poco después de la independencia de Israel-, que desvelan toda una tradición religiosa y cultural anterior a Jesús de Nazareth, en la que al parecer se inspiró el propio Jesús para elaborar su doctrina.
Seguramente los manuscritos del Museo del Libro pueden explicar muchas cosas sobre los orígenes del cristianismo. Se dice que la inmensa mayoría de ellos no han sido traducidos, pero de vez en cuando el gobierno israelí difunde algunos de estos documentos, y por lo general el conocimiento de los textos no suele ser del agrado de la Iglesia católica. Tal vez en realidad no se quieran dar a conocer en su totalidad, pues probablemente algunos de estos textos podrían, sencillamente, desestabilizar la Iglesia Católica y las otras confesiones cristianas, al revelar cúales son los fundamentos auténticos sobre los que levantó esa religión.
Cerca de Jerusalén, hacia el sur, la aridez del paisaje anuncia la cercanía de las grandes soledades. El desierto de Judea es la antesala del Neguev. Es ésta una tierra pedregosa donde predominan los colores ocres y amarillentos, el polvo omnipresente y una luz solar cegadora, y en la que los únicos que parecen sentirse a gusto son los beduinos, antaño pastores nómadas y hoy establecidos de modo más o menos permanente no lejos de la gran ciudad, aunque siempre dentro de su desierto.
A pesar de todos los cambios habidos, que naturalmente han terminado por afectarles también a ellos, los beduinos siguen conservando buena parte de su estilo tradicional de vida; los clanes siguen reuniéndose en pequeños grupos de tiendas, a menudo al borde de una carretera asfaltada, y por entre las tiendas pululan niños y cabras. Un fuerte olor lo impregna todo, y la limpieza no parece ocupar un lugar importante en las preocupaciones cotidianas de estas gentes.
Cerca del grupo de tiendas que avistamos desde la carretera se divisa la grifería de un pozo que surte de agua al campamento, algo impensable hace apenas una generación.
Llegamos al pie de la meseta donde se ubica la fortaleza de Massada. La subida se hace en una cabina suspendida en el vacío. Las vistas desde la cesta son impresionantes: el desierto, que visto a ras de tierra parece solo un pedregal estéril, contemplado desde esta altura alcanza una grandiosidad que conmueve.
Desde la estación donde finaliza el teleférico hasta la cima hay que subir un tramo de escalones que corta el resuello. El sol está alto y la temperatura sobrepasa con holgura los cuarenta grados, tal como nos advirtieron antes de la excursión. Una norteamericana de otro grupo tiene que ser evacuada en ambulancia tras sufrir un infarto.
Por fin alcanzamos los restos de la fortaleza. En este lugar, los últimos resistentes judíos aguantaron años el cerco de las legiones romanas. Bien mirado, no es tan extraño que unos centenares de hombres decididos y bien pertrechados pudieran resistir aquí mucho tiempo a un ejército entero; las paredes cortadas a pico de la meseta caen como verdaderos acantilados, y trepar por ellas siendo hostigado desde arriba es una garantía de muerte. El asalto de las tropas romanas, acostumbradas a maniobrar en terreno llano, fue ineficaz durante años hasta que el hambre y el desgaste físico y psíquico de los sitiados facilitó la conquista.
Para muchos judíos de hoy, Massada es un símbolo de su voluntad de seguir siendo. Más que el escenario en piedra de una vieja batalla, Massada es sobre todo una especie de deuda del presente con el pasado, un compromiso con una identidad grupal que se quiere inmune al paso de los siglos y a la sucesión de catástrofes que ha conllevado.
Abajo, rodeando la meseta, se ven grupos de marcas alineadas en tierra; cada grupo dibuja el perímetro y la disposición interior de uno de los varios campamentos romanos que sitiaban la fortaleza. Impresiona distinguir claramente desde aquí la típica disposición de éstos, geométrica y precisa como toda la civilización romana.
Dejamos Massada y bajamos hacia el Mar Muerto. El nombre de “mar” resulta ciertamente exagerado para la sábana líquida, tersa y refulgente bajo el sol, que se ofrece a nuestros ojos mientras trotamos ladera abajo, hasta alcanzar la orilla situada por debajo del nivel del mar real más próximo, el Mediterráneo. En realidad, este es el punto más bajo de la superficie terrestre y uno de los lugares más extraños del planeta.
Bajo las aguas dicen que están sumergidas varias ciudades antiguas. Entre ellas, las bíblicas de Sodoma y Gomorra, famosas por la manera alegre y despreocupada en que sus habitantes vivían, y también por ser poco menos que centro del movimiento gay de la época; de creer al Antiguo Testamento, estas dos ciudades habrían sido antecesoras directas del San Francisco del siglo XX .
En realidad el Mar Muerto es un lago de regulares proporciones, en el que existe la mayor concentración salina del mundo. El paraje que lo rodea es realmente extraño, pelado y reseco, sofocante por el calor y el fuerte olor salino. Aquí y allá hay alguna gente bañándose en las aguas, tan cargadas de sales que los cuerpos no pueden hundirse y flotan sin tener que hacer el mínimo esfuerzo para mantenerse en la superficie. Cerca de la orilla hay un gran supermercado dedicado en exclusiva a la venta de productos de belleza y salud para la piel, pues las sales que se obtienen aquí parece que están llenas de toda clase de virtudes cosméticas