Praga-Budapest (2003) (2001)

Pocas cosas hay más solitarias que una estación de tren al aire libre dormida. Hace poco que ha amanecido y en la estación de Praga no hay nadie. La ciudad duerme y yo esto aquí, al relente de la mañana, escrutando los andenes vacíos. Ni un alma. Me siento y espero.

Pienso en los ex policías de Ceaucescu que intentaban hacerse pasar por policías checos, y a los que mandé al infierno a gritos el día de mi llegada a Praga. Si asomaran la oreja por aquí, podrían intentar resarcirse de mis insultos; aunque seguramente aún deben andar ensordecidos: ¡se quedaron petrificados al oírme bramar!. Les faltó muy poco para cuadrarse y saludar militarmente, tan acostumbrados debían estar en tiempos pasados a que les gritaran sus mandos.

Al cabo de unos minutos aparece un policía checo de uniforme, y luego un soldado. Estos no son de pega, se nota a distancia. Poco a poco van llegando al andén algunas personas. Hace fresco, pero se está a gusto.

Hasta Budapest hay toda una mañana de viaje. No tengo prisa, y espero disfrutar el trayecto.

Cuando llega el convoy subo rápido. Busco mi compartimento, instalo el equipaje y aguardo con alguna expectación a saber quiénes serán mis compañeros de viaje. Suben pocas personas, y solo un tipo de mediana edad y aspecto checo corriente entra en mi cabina y se sienta frente a mí; ni siquiera me dedica una mirada de curiosidad, y rápidamente se sumerge en sus pensamientos.

El tren está limpio y bien cuidado. Tiene, eso sí, un aspecto general antiguo, y probablemente este convoy lleva décadas en funcionamiento. Pienso en la película checa «Trenes rigurosamente vigilados»; probablemente sea de esa época. Compartimentos con portezuelas corredizas, asientos como sofás corridos contra la pared, y –detalle moderno- reposacabezas de altura graduable.

Un cierto predominio del gris en la textura del paisaje se desvanece en cuanto ganamos el campo. Llanuras y pequeñas ondulaciones se presentan cubiertas por un alegre manto verde y salpicadas de casitas bien

cuidadas; es inevitable recordar los dioramas de los trenes eléctricos inspirados en el mundo rural alemán. Realmente, el paisaje del campo checo es inequívocamente centroeuropeo, nada que ver con las estepas peladas o cubiertas de cereales propias del mundo eslavo. Aunque culturalmente la República Checa sea un país con un pie en lo germánico y otro en lo eslavo, el ámbito rural checo resulta un espacio netamente occidental. No es difícil pues imaginar dentro de esas bellas casas a pequeños propietarios campesinos satisfechos de su vida, bebiendo cerveza a la salud de la «economía de mercado», la misma que está hundiendo a sus colegas polacos y que mantiene en la miseria al campesinado ruso.

Un folleto que he encontrado en la bandeja de madera que hay bajo la ventanilla, informa de las paradas y los horarios en que deben efectuarse. La puntualidad es exacta, calculada al minuto. Van subiendo algunas personas. En mi departamento entra un treintañero que se sienta a mi lado y se adormila hasta que una muchacha guapísima se sienta frente a él. La chica es morena, delgada, de pelo lacio y largo, y viste conjuntada en negro: minifalda que deja ver unas piernas importantes, y una especie de cazadora corta de imitación de cuero. En una ojeada rápida nos analiza a los tres varones.

Al cabo de un rato se quita la cazadora y nos muestra una especie de top con tirantes y un escote de modelo. Uno, que tiene algunas nociones de comunicación no verbal, capta enseguida que la moza me está enviando señales: miradas rápidas, las piernas levemente entreabiertas desplazadas hacia mi posición, algunos gestos más casi imperceptibles… Como no intento ninguna aproximación, la chica se cubre usando la cazadora como si fuera una manta y se pone a dormir. Los eslavos son gente práctica.

Mi primer acompañante se baja antes de llegar a la frontera con Eslovaquia. Los checos no controlan nada, pero los eslovacos detienen el tren y examinan los pasaportes como en las viejas películas de espías. El trámite se alarga unos minutos que se hacen eternos. Cuando por fin el tren se pone en marcha de nuevo, tengo la sensación de haber asistido a la representación de una mala comedia policial.

A poco de pasar la frontera, se apea la muchacha. La gente va y viene, pero el compartimento nunca se llena. Rodamos en silencio, roto solo de vez en cuando por voces en inglés que llegan del pasillo: un grupo de jóvenes, probablemente norteamericanos, que subieron en Praga y van también a Budapest.

A medida que nos adentramos en territorio eslovaco, entiendo cada vez menos tantas precauciones. ¿Quién querría colarse en un país así? No creo que en Eslovaquia tengan un problema de inmigración ilegal, más bien al contrario: deben ser muchos los eslovacos deseando largarse de allí. Campos pobres y pueblos pobres, otra vez un paisaje gris y carente de luz. Un paisaje de koljós soviético, para entendernos. Los regímenes políticos se pueden entender con sólo ver el paisaje rural de los países que gobiernan.

En la frontera con Hungría, otra tropa de policías eslovacos vuelven a pedir los pasaportes. De nuevo la burocracia lenta y absurda, almohadillas entintadas y sello de goma incluídos. Menos mal que no nos hacen levantar del asiento. El control húngaro abrevia esta comedia, y entrar en Hungría representa un alivio. Carecía de prejuicios hacia Eslovaquia, pero ahora tengo un buen puñado de ellos, y además justificados.

En Hungría vuelven la campiña verde y cuidada, aunque se percibe que el nivel general del país está por debajo del checo. Pero esta es una tierra alegre, poblada por gentes de carácter casi mediterráneo, gentes simpáticas y bulliciosas, y eso se nota en los últimos viajeros que van subiendo al tren: caras rubicundas y aire chispeante, aunque tan silenciosos como los demás. De hecho, en toda la mañana nadie ha murmurado siquiera un «buenos días» en su lengua ni en cualquier otra.

El tren discurre por la planicie húngara sin torcer un grado ni trepar un metro; la tierra de los magiares es llana como un plato. Budapest se acerca y con ella el Danubio, y casi puedo imaginar música bohemia y danzas locas en amplios jardines bañados por el sol, cerca del río.

Como en la República Checa, tampoco en Hungría hay ya «trenes rigurosamente vigilados». Dios les bendiga por ello.

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