Atenas, melancolía de las ruinas (2004)

Se sube a la Acrópolis en un bonito paseo nada exigente, siguiendo amenos senderos a través de cuidados jardincillos. Por todas partes aflora el producto de excavaciones arqueológicas: tesoros en piedra agrupados junto al camino, como si alguien después de robar el Museo Arqueológico hubiera ido desparramando su botín por toda la colina.

La recua humana que trepa la loma comienza a densificarse junto al teatro de Herodes Ático. A través de los estilizados arcos de lo que queda de este edificio se divisa casi toda la trama urbana de Atenas, y también un pedazo de mar intensamente azul. Enfrente, observándonos desde su altura impertinente, emerge Likavitos como una joroba verde.

Aquí, a la sombra, grupos de japoneses sonríen y dan cabezazos mientras se hacen fotos, y jóvenes

norteamericanas sobrealimentadas descansan sus orondos traseros sobre pedruscos que son pura Historia; estas piedras ya eran viejas ruinas cuando rufianes y putas londinenses fueron embarcados a la fuerza y enviados a colonizar Nueva Inglaterra. Seguimos para arriba.

Pasados los Propileos, puerta de acceso a la Acrópolis, la cima de la colina se revela calva y casi desnuda. Aparte las ruinas del Partenón y del Erecteion, nada más sobresale en la explanada de tierra apisonada. Pura desolación. A los costados del Partenón les han crecido unas costillas tubulares de hierro, colocadas quizá para que el templo no se acabe de desmigar del todo. Enfrente, el pórtico de las Cariátides del Erecteion sonríe como una boca desdentada, mostrando los huecos que la rapiña arqueológica británica ocasionó en la fila de mujeres de piedra.

No siento nada. En realidad, pienso que nadie puede sentir nada aquí arriba. Estas columnas y pedruscos no son la Acrópolis, sino apenas unos cascotes sobre un montículo terroso. Hace casi dos milenios que la esencia de la civilización helénica ya no está aquí. Voló.

En la antaño colina sagrada ateniense el único sentimiento posible es el de la melancolía. Sentida su punzada y sacadas las fotos de rigor, sólo nos queda trotar cuesta abajo hacia las tabernas y tiendas de souvenirs de Platka. Adiós, Acrópolis.

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