Estambul, el terremoto de 1999

Son aproximadamente las dos menos cuarto de la madrugada cuando despierto de golpe en la habitación de mi hotel en Estambul. El silencio es absoluto pero todos mis sentidos están alerta.

Nace de repente un ruido como de cadenas arrastrándose por el pavimento, un trueno gigantesco que se acerca inexorable. Mi cerebro trabaja a toda velocidad. Pienso: estoy en Turquía, ese ruido son las orugas de tanques avanzando, luego esto es un golpe militar. Pero pronto el supuesto ruido de cadenas se transforma en el traqueteo ensordecedor de cien trenes aproximándose a toda máquina a mi habitación. Es una idea absurda, me digo: ¿cómo van abalanzarse cien trenes contra el hotel si no hay vías de ferrocarril cerca?.

De golpe un silencio espeso, absoluto, brutal. Unos segundos interminables, en los que aguardo expectante el siguiente acto, que seguro no va a tardar. Llega enseguida. Las paredes de la habitación empiezan a vibrar y bambolearse, despacio al principio pero pronto con mayor frecuencia e intensidad; el mundo entero se agita, sometido a un balanceo regular cada vez más severo.

Me pongo las gafas sin levantarme de la cama. Miro hacia la ventana y veo dos botellas de Coca Cola vacías que alguien dejó en el alféizar de la ventana enfrentada a la mía, en el hotel del otro lado de la calle. Con cada sacudida las botellas se inclinan -¿30, 40 grados?- sin

llegar a caer jamás, siempre recuperando la verticalidad, siempre manteniéndose perpendiculares al alféizar, pues con ellas va y viene, naturalmente, el resto del edificio.

Estoy tranquilo, muy atento pero nada tenso. Pienso que si esto dura unos segundos más, mi hotel se derrumbará. La verdad, no siento miedo ni deseo de moverme de la cama ¿para qué? ¿adónde ir cuando es el mundo entero el que está a punto de desplomarse sobre sí mismo?.

Poco a poco las sacudidas van perdiendo intensidad, como un viejo tren que frenara lentamente. Por fin todo queda quieto y en silencio. Miro el reloj. Han transcurrido 45 segundos.

Abajo en la calle se aglomera la gente salida de los hoteles. Una chica se ha puesto su vestido de novia. El personal del hotel continua sus tareas, imperturbables. Todo el mundo habla en voz baja.

Las dos botellas de Coca Cola siguen en el alféizar, de pie. El hotel también.

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